lunes, 6 de diciembre de 2010

leyenda sobre la fundacion de jamiltepec en el estado de oaxaca


Casandoo recorrió el valle con la mirada.

Abajo, en la hondonada, se libraba una de las batallas más cruentas de su periodo como jefe de las fuerzas armadas de Siete Patas de Venado, señor de Tututepec.

Estaba en juego la parte alta de la zona mixteca y, además, la gloria de ser un guerrero prácticamente invencible.

Durante los últimos 10 años, había tomado parte en unos 14 enfrentamientos, que hicieron de Tututepec eje central de la economía, la ciencia y la cultura locales.

Sólo en una ocasión decidió levantar carcaj y escudo, símbolo del que acepta ser superado, y fue ante el mismo hombre que hoy capitaneaba el bando contrario.

Xiuba se llamaba el rival.

Y pertenecía a la zona zapoteca.

Su señor, Tizoc, dominaban el área norte de la región y era famoso por su fiereza en el combate. Y desde aquella su única derrota, Casandoo sabía de cierto que Tizoc era sólo un viejo más apoltronado en su silla de soberano.

Incluso entre los militares de más alto rango de su ejército circulaba la versión de que Tizoc había tomado el nombre en honor del Huei Tlatoani de aquel país que todos nombraban con respeto: Tenochtitlan. Y tenían la certeza de que era una vasallo más de los meshicanos.

Pero en este momento Tizoc no importaba. Era Xiuba el peligroso. Por su fuerza, su liderazgo.

Tenía que vencerlo esta vez si quería el reconocimiento y la posibilidad de formar su propio señorío.

Sus ojos se posaron en aquel campeón de la guerra, al que deseaba ver caído cuanto antes.

Desde la posición en que se encontraba descubrió los movimientos tácticos del enemigo.

Rápidos ataques por el frente aunados a golpeteos laterales. Los mismos movimientos se repetían sin cesar. Una y otra vez. Los hombres que iban a la delantera y no se enzarzaban en el combate, volvían a la parte de atrás a seguir disciplinadamente la estrategia de aquel tremendo capitán.

Y pese a los esfuerzos de su gente y la igualdad de fuerzas, sus hombres parecían desconcertados psicológicamente, puesto que de alguna manera luchaban contra los mismos hombres.

Las líneas delanteras del ejército mixteco comenzaban a diezmarse.

Y Xiuba era el gran culpable.

Se daba tiempo para pelear y, a la vez, para dictar sus órdenes.

Ambos jefes guerreros tenían la misma edad.

Y el mismo poder.

Casandoo no lo pensó más. Se sacudió las dudas con un ligero movimiento de cabeza y decidido echó a andar en busca de su principal enemigo.

Algunos hicieron el intento de frenarlo y sólo encontraron una muerte certera y rápida.

Su paso era impresionante.

Un gigante zapotecano lo enfrentó y tiró un golpe con su hacha, de forma tan fuerte que la inercia lo hizo quedar de espaldas.

Fue cuestión de segundos. Casandoo reviró en forma tremenda, instantánea y letal.

La espina dorsal de aquel espécimen humano de 1.90 metros de estatura quedó partida en dos.

Casandoo casi no reparó en él. Siguió con su paso triturante rumbo a su destino y el de su ejército.

Pelear con Xiuba dejaría las cosas en claro y haría concluir ese enfrentamiento que sólo diezmaría de hombres a los dos pueblos.

Ambos sabían del alcance de un encuentro entre ellos. Pero, asimismo, aceptaban como única aquella salida.

Además, había deudas pendientes.

Cuando quedaron frente a frente, reinó el silencio.

Como si presintieran el trascendental hecho, los soldados bajaron sus armas y buscaron a sus jefes con la mirada.

Los grupos, callados y atentos, seguían el inusual suceso.

El choque no duró más de cinco minutos.

Los golpes con el hacha y el cuchillo de obsidiana se veían fallar una y otra vez. Eran los mejores. Eso estaba claro.

Un error haría la diferencia.

Y lo cometió Xiuba.

Hizo un engaño con el hacha a la cabeza de Casandoo y al mismo tiempo giró para asestar la cuchillada. En un movimiento relampagueante, el jefe mixteco lanzó el hachazo, que por milagro no voló el cuello del zapoteca.

Aun así, el golpe fue tan severo que Xiuba rodó inconsciente por el suelo.

Los guerreros zapotecas se miraron perplejos.

Al principio creyeron muerto a su jefe.

Y más cuando el atronador grito mixteco daba por concluida la fiera lucha.

Casandoo levantó la mano para calmar los ánimos.

Hemos vencido, dijo. Pero esta vez, exijo respeto para el más grande rival que hemos tenido.

Y se acercó a Xiuba, que ya daba señales de vida.

Cuando éste se incorporó, aceptó la derrota y rindió el reino zapoteca a los pies de Siete Patas de Venado.

Está cerca el final de Tizoc, dijo. “A mí, sólo dame una muerte digna y rápida”.

En respuesta, Casandoo le hizo ver la importancia de mantener unidos a los dos pueblos.

“No te pido pleitesía, sino cooperación y entendimiento. Y sólo contigo aceptará mi señor establecer convenios del tipo que quieras. Seamos aliados, Xiuba. Yo te doy mi mano…”

Cuando Casandoo volvió a Tututepec, los hombres-correo habían llevado la noticia a Siete Patas de Venado, para que la analizara y observara con sus políticos el horizonte de ventajas.

Al volver, fue recibido con honores, como siempre, pero esta vez el soberano reclamó la decisión.

El reino zapotecano les habría dado el control casi total de la economía del área y las importaciones de productos habrían llevado las arcas a niveles nunca antes vistos. La oportunidad estaba perdida.

La desavenencia llevó a Casandoo a hablar de su futuro.

Estaba cansado de las guerras y de la política, que no era su fuerte.

Quería retirarse, con hombres dispuestos a partir con él y a ser los pioneros en zonas tal vez inhóspitas.

La propuesta fue aceptada, con la exigencia de poblar el territorio que se encontraba hacia el oeste de Tututepec.

El rey de Tututepec no quiso perder la oportunidad de conseguir un acuerdo ventajoso y poblar una de las áreas más atrasadas y olvidadas de su reino, aunque ciertamente, de las más pródigas.

Casandoo dejó Tututepec con la certeza de los designios.

Las señales halladas por los brujos eran claras.

Debía marchar para formar uno de los pueblos de mayor tradición y jerarquía de los tiempos venideros.

Y su corazón se llenaba de presagios cuando le decían que esa grandeza tendría colores de muerte y de llanto.

La ruta que siguió fue hacia la orilla del mar, primero. Durante dos años vivieron de la pesca.

Después se asentaron a la orilla del río, junto al Cerro del Águila.

Fue aquí donde la vida comenzó a hacerse sedentaria para los de Casandoo.

Vivían de la pesca y comenzaban a hacer sembradíos junto al río, de los cuales obtenían maíz y algunas otras legumbres.

Fauna y flora del lugar les proporcionaba frutos, como el tamarindo o el coco, y animales exóticos para la caza.

Por dos razones, Casandoo no veía con buenos ojos que durante las cacerías los más jóvenes subieran el Cerro del Águila.

Tenía antecedentes como para pensar que un terrible animal, con colmillos espeluznantes, asolaba los alrededores de la montaña*, y que el águila de mil colores con dos cabezas atacaba mortalmente a todo aquel que quisiera hacerle frente.

Varios habían sido muertos ya.

Pero era imposible contener a los muchachos.

Incluso, subir a la montaña y buscar a ambos animales se convirtió en un asunto iniciático.

Si alguno de los jóvenes evitaba la montaña, jamás se convertía en guerrero. Así, pues, escalarla era cuestión de hombría.

En las temporadas en que el agua escaseaba, las águilas bicéfalas se veían en todo su esplendor. Eran inmensas. Y espantosas.

Se dejaban caer sobre todo cuando las mujeres llegaban al río por el aseo diario. Sabían, seguramente, cuando los hombres no estaban.

Tomaban el agua y se iban.

No atacaban a los seres humanos si no eran molestadas.

En una ocasión, un perro comenzó a ladrarle a un macho bicéfalo, tan cerca, que el águila no pudo tomar agua.

Se levantó unos cien metros y luego se abalanzó sobre el animal.

Este, al sentir el peligro, corrió hacia la zona poblada, donde los hombres salieron ante los ladridos ya de toda la jauría.

Pero el águila tenía una idea en mente. Y nada la haría cambiar.

Aquel perro desdichado fue levantado en vilo con las garras temibles del gigante y llevado por los aires.

Al seguirla, se dieron cuenta que las águilas, tal vez para cuidar su comida, iban hacia montañas más alejadas a degustar el platillo.

Cuando Casandoo se enteró del percance, ordenó cuidado y respeto por aquellos depredadores.

U n día recibió la visita de Xiuba, convertido ahora en rey zapoteca, y quien en realidad llegaba a darle el pésame por la pérdida de su última esposa.

Casado tres veces, Casandoo no había tenido descendencia.

Xiuba ofreció a su hermana Nadyelli para consolidar el pacto de hombres establecido un día, en medio de la guerra.

Y el señor mixteco aceptó.

Así, un año después, en un hogar lleno de amor y de paz, nació Xiuba, el primogénito. Y dos más adelante el pequeño Jamilli.

Durante los últimos años, las excursiones guerreras realizadas por Casandoo habían permitido al grupo mixteco establecer un señorío inmenso que, por el oeste, estaba encabezado por Xicalli Yan –establecido por uno de sus mejores hombres, Nuu Yuyuchi-, junto con el ya viejo Xaha Yucu, y hacia el sureste por Piedra Parada y aquel pueblo fundado a la orilla del mar, justo tras su salida de Tututepec.

Un día, junto al río, mientras Nadyelli se bañaba y los pequeños príncipes correteaban bajo el cuidado de su nodriza, un águila bicéfala de mil colores se dejó caer en evidente ataque, sin mediar un por qué.

Esta vez nadie la había molestado.

Sólo venía enojada, tal vez.

O tal vez, como dirían los viejos después, es que la historia debe seguir su curso. Es que los designios escritos en la tierra tienen que cumplirse.

Veloz y ante el silencio sorprendido de aquella joven que cuidaba a los pequeños, el águila tomó de las piernas al pequeño Jamilli y emprendió el vuelo rumbo al este.

En un momento todo era griterío y desesperanza.

Nadyelli lloraba desconsolada y los jefes guerreros tomaban las órdenes de Casandoo.

Sólo un grupo de los mejores guerreros la perseguiría, debido a la necesidad de libertad de movimiento, de margen de maniobra.

Corrieron tras ella, que volaba más lentamente por el peso del pequeño.

La siguieron durante horas.

Cuando se sentían desfallecer, y ya perdidos de vista el animal y su presa, llegaron al paraje conocido como de Los Toronjiles y descubierto por un joven guerrero como uno de aquellos refugios donde las águilas iban a devorar sus presas.

Con el corazón palpitándole aceleradamente, con esa mezcla de cansancio y miedo por la profecía, Casandoo llegó al sitio descrito.

Había un hedor insoportable.

Restos de animales se veían por doquier.

Comenzó a buscar con la esperanza contenida de no hallar a su hijo. Pero el destino es inexorable.

Junto al pie del más grande de los toronjiles, los restos evidentes y frescos de una pequeña osamenta humana, aún goteaban sangre**.

El poderoso Casandoo, ganador de grandes batallas, cayó de rodillas, postrado por un golpe de dolor e impotencia.

Lloró en silencio, como se llora cuando el dolor es inmenso.

Sus guerreros lo veían contritos, desesperados.

Durante muchas horas sus ojos sólo derramaron lágrimas. Después, furia. Entonces dio la orden de exterminar aquella maldita raza de águilas asesinas.

Durante semanas, con una estrategia de guerra, se persiguió a aquellos animales que habían venido a despedazar la paz y la tranquilidad del reino de Casandoo.

Cuando todo hubo terminado, Casandoo ordenó que los colores morado, negro, rojo y blanco, permearan desde entonces el traje mixteco, en señal de luto.

El recuerdo de aquel día quedó establecido incluso en el tocado de las mujeres, cuyo manto y trenzado en la cabeza recuerdan el pico de un águila.

La siguiente orden de Casandoo fue que la población se trasladara a aquella zona donde habían hallado los restos de Jamilli.

Ahí se fundó la población de Dzandaya, en el idioma mixteco. O de Jamiltepec, en náhuatl, cuyo significado es Cerro de Jamilli.

Pero en honor a aquel inolvidable guerrero y rey, muchos pueblos lo conocieron como Casandoo, que quiere decir Casa de Adobe, y cuyas construcciones aún pueden verse en el lugar.



* Se hace referencia a la onza.



**Muchos años después, cuando los hombres barbados se asentaron en las tierras de Siete Patas de Venado, el drama vivencial de Jamiltepec fue aprovechado por monjes dominicos para imponer la fe que llegó en sus barcos.

De aquel toronjil en que fue devorado el pequeño Jamilli y donde los lugareños recordaban a su príncipe, nació un altar y, finalmente, una magnífica iglesia que aún se erige firme y majestuosa en el centro de Jamiltepec